lunes, 3 de diciembre de 2007

Tengo que dejar de fumar, ya lo sé.

Buenos días, Sr. Gran Humungus, me dice el estanquero cuando entro en el cubículo en el que almacena y despacha cánceres de todos los colores. Yo no respondo. Hace años que soy cliente fiel de su negocio, por lo que el estanquero conoce de sobras mi protocolo de compra, no hay ofensa. Y, si no fuera porque no mueve ni un músculo, incluso se podría decir que ha adoptado la posición de firmes para revista, todo por el simple desviarse de su mirada desde mi cara hacia un punto del infinito por encima de mi hombro. Él está listo, yo estoy listo. El procedimiento puede comenzar.

Primero, como siempre, saco un cigarrillo y lo enciendo. Lo siguiente es examinar al estanquero a través del caleidoscopio de mi bocanada de humo, que, quizás por el techo bajo y el ambiente cargado, quizás porque reconoce a su padre, flota casi estática en torno al él. Sólo necesito tres segundos para mi análisis; todo sigue exactamente igual. El hijo de puta sigue aparentando unos 60 años, igual que cuando lo vi por primera vez, hace 20. Probablemente también el traje negro que viste sea el mismo de aquel primer día en que pisé su local. E igualmente probablemente sigue con los mismos 50 kilos de sobrepeso, el mismo cutis tirante y lustroso y el mismo pelo ralo acorralado en la coronilla de entonces. Fumar provoca el envejecimiento de la piel, fumar mata. Y una polla. Tengo ante mis ojos la prueba irrefutable de que el tabaco te hace inmortal. Si no fuera porque odio con todas mis entrañas a las multinacionales tabaqueras, podría hacer una fortuna como representante del hombre anuncio definitivo, del Marlboro Man del siglo XXI. Pero ser un tipo con principios es lo que tiene. Además, tampoco sé realmente si el estanquero fuma; sólo se lo supongo, por aquello del código deontológico de su gremio. Y ni siquiera sé si unos cuantos millones de dólares serían motivo suficiente para que abandonara su negocio. De hecho, estoy seguro de que no, de que algún tipo de cordón umbilical sobrenatural y mentolado lo ata a este lugar, al mismo tiempo que lo mantiene eternamente gordo y sesentón, como un guardián del Santo Grial, bendito y condenado hasta el día del Juicio Final, testigo de cómo los infieles indignos de distinguir a Jehová en una cajetilla entre un millón vienen a encontrar la muerte en su santuario, año tras año.

Continuará. O no. Ya veremos.

2 comentarios:

Unhinged Monica dijo...

lo de poeta y samurai no quita lo de villano del paramo?! ;-)

El Gran Humungus dijo...

Ya ves, la vida de villano del páramo todavía me deja tiempo para el esparcimiento y los caminos del sable y la pluma. Con poco éxito en ambos, pero ya sabes; la culpa es del tabaco. Y de las mujeres. Bueno, y un poco del alcohol también. Y claro, de las drogas en parte. Igual debería volver a vivir con mis padres...